Estoy sentada
en la ventana de un octavo piso con vistas a Gran Vía, ni siquiera sé que hago
aquí. Mi única compañía es la luna que baña, lejana, el oscuro cielo. Por la
carretera no paran de circular coches, seguramente a esa altura el desgaste de
las gomas de las ruedas contra el suelo es sumamente desagradable.
Se supone que
la única luz que tendría que haber debería ser la de la luna y, sin embargo,
hay tantas luces que esto parece un bar de copas; farolas, intermitentes y
focos no cesan de alumbrar la noche y por el contrario, nadie camina por la
calzada.
Bajo hasta
tocar el suelo con los pies y camino por el borde de la calzada expulsando
nubes de vaho que se funden entre el frío, la noche continúa oscura al igual
que yo, pues desde hace un tiempo no encuentro la luz que me guíe y me salve
del frío y la soledad.
Continúo
caminando, no me preocupa hacia donde, ni siquiera el tiempo o las altas horas
de la madrugada que son, solamente me preocupo por no caerme y sostenerme así
por las escasas fuerzas que a duras penas logran mantenerme en pie.
De repente por
la carretera pasa rápidamente una ambulancia que hace que me retumben los oídos
y la luz casi me cegue, casi caigo contra la calzada pues si hubiera estendido
un brazo estoy segura de que podría haberla tocado, por un momento me pregunto
quien es el culpable de hacer que la ambulancia tenga tanta prisa, me pregunto
quién permanecerá tumbado en el interior de ella, me pregunto por si estará
bien, por si se recuperará pronto pero
caigo en la cuenta de lo absurdo que resulta preguntarme por alguien que sé que
nuca conoceré y, la verdad, ya me gustaría tener a mi a alguien que se pregunte
por como estoy, alguien que me tienda la mano, alguien que me acaricie la cara
y me diga entre susurros que todo irá bien.
Sacudo la
cabeza como tratando así de borrar los pensamientos que llevan tiempo alojados
en mi mente, que inútil, que inútil preocuparse por alguien a quien no conozco
mientras gente que tengo a mi lado no mueve un dedo por mí, menuda inútil soy.
Tuerzo la
cabeza, una vez más, porque sonará muy irónico pero últimamente reparo mucho
más en el pasado que en el futuro o en lo que ahora soy, tuerzo la cabeza y
solo soy capaz de escuchar más ruido, más sirenas, más sonidos ensordecedores
que luchan por ahogarme de nuevo en la más profunda agonía.
Vuelvo por
donde he venido, siguiendo mis pasos a ras de la carretera con solamente la
compañía de los latidos de mi corazón que se aceleran por momentos.
Finalmente
llego, llego al lugar de donde procedían los ruidos y reparo en una ambulancia,
inconscientemente se me coge un nudo en el pecho, tomo aire y trato
tranquilizarme expulsándolo lentamente antes de coger las fuerzas necesarias
para mirar lo que hay sobre el frío suelo bañado por la humedad.
Cuando por fin
me concentro y consigo enfocar mis ojos descubro lo que hay, sobre el suelo una
manta brillante yace ocultando un bulto del tamaño de una persona tal y como
sale en las películas, a su alrededor, personas que hablan en voz baja, médicos
que descansan apoyados en la ambulancia sin poder hacer nada, miro para arriba,
solo una última vez más y veo la ventana de mi habitación abierta.
Me pongo la
mano en el pecho entre la gente ya que nadie ha reparado en que estoy aquí de
pie, no late.